Ayer, después de cenar, mi hijo Víctor propuso una partida de poker.
Estas fueron las cartas que me entraron. Enseguida reconocí a Baltasar, por su color.
Aprendí que el oro es diamante, el corazón incienso y mirra la pica.
Vinieron con amor y algo para ti.
Junto a Caperucita Roja,
esta es de mis favoritas.
Historias llenas de magia,
con esas gotas del color que nos mantiene.
Para dormir bien:
Corazones trajeron los reyes,
estos son sus capítulos,
leerlos antes de dormir,
uno al día te traerá,
noches de buen sueño.
I.
Me
preguntáis hermano si he amado; si. Es una historia singular y
terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a
remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negaros nada, pero no
referiría a otra persona menos experimentada que vos una historia
semejante. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas
puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el
juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he
llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una
vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada
demasiado complaciente a una mujer pudo causar la pérdida de mi alma,
pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al
malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había
complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el
día, yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en
las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los
ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y
caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando al llegar el
alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que
era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta
vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber
salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un
hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado
en religión, queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados,
que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de
cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del
siglo.
Si, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un
amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho
estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!
Desde mi
más tierna infancia había sentido la vocación del sacerdocio; también
fueron dirigidos en este sentido todos mis estudios, y mi vida, hasta
los veinticuatro años, no fue otra cosa que un largo noviciado. Con los
estudios de teología terminados, pasé sucesivamente por todas las
órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi
juventud, de alcanzar el último y terrible grado. El día de mi
ordenación fue fijado para la semana de Pascua.
Jamás había
andando por el mundo. El mundo era para mi el recinto del colegio y del
seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llama mujer, pero no
me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre,
anciana y enferma, dos veces al año y ésta era toda mi relación con el
exterior.
No lamentaba nada, no sentía la más mínima duda ante
este compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia.
Jamás novia alguna contó las horas con tan febril ardor; no dormía,
soñaba que cantaba misa. ¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más
hermoso: hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba más allá.
Os digo esto para mostraros cómo lo que me sucedió no debió sucederme y como fuí víctima de tan inexplicable fascinación.
Llegando el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me
parecía estar sostenido por el aire, o tener alas en los hombros. Me
creía un ángel, y me extrañaba la fisionomía sombría y preocupada de mis
compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche en oración, y mi
estado casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me
pareció Dios Padre inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a
través de las bóvedas del templo.
Vos sabéis los detalles de
esta ceremonia: la bendición, la comunión bajos las dos especies, la
unción de las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos y,
finamente, el santo sacrifico ofrecido al unísono con el obispo. No me
detendré en esto. ¡Oh, que razón tiene Job, y cuán imprudente es aquel
que no llega a un pacto con sus ojos! Levanté casualmente mi cabeza, que
hasta entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que
hubiera podido tocarla -aunque en realidad estuviera a bastante
distancia y al otro lado de la balaustrada-, a una mujer joven de una
extraordinaria belleza y vestida con un esplendor real. Fue como si se
me cayeran las escamas de las pupilas. Experimenté la sensación de un
ciego que recuperara súbitamente la vista. El obispo, radiante, se apagó
de repente, los cirios palidecieron en sus candelabros como las
estrellas al amanecer, y en toda la iglesia se hizo una completa
oscuridad. La encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo como
una presencia angelical; parecía estar llena de luz, luz que no recibía,
sino que derramaba a su alrededor.
Bajé los párpados, decidido
a no levantarlos de nuevo, para apartarme de la influencia de los
objetos, pues me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.
Un minuto después volví a abrir los ojos, pues a través de mis párpados
la veía relucir con los colores del prisma en una penumbra púrpura,
como cuando se ha mirado al sol.
¡Ah, qué hermosa era! Cuando
los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza ideal,
trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna, ni siquiera
vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los versos del poeta, ni la
paleta del pintor pueden dar idea. Era bastante alta, con un talle y un
porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se separaban en la
frente y caían sobre sus sienes como dos rizos de oro; parecía una reina
con su diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se
abría amplia y serena sobre los arcos de las pestañas negras,
singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y
de un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el
destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una
humedad brillante que jamás había visto en unos ojos humanos; lanzaban
rayos como flechas lanzadas a mi corazón. No sé si la llama que los
iluminaba venía del cielo o del infierno, pero ciertamente venían de uno
o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizás las dos cosas,
no había nacido del costado de Eva, la madre común. Sus dientes eran
perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su
boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables
mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y rebelaba
su noble origen. En la piel brillante de sus hombros semidesnudos
jugaban piedras de ágata y unas rubias perlas de color semejante al de
su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando levantaba la
cabeza con un movimiento ondulante de culebra o de pavo real que hacía
estremecer el cuello de encaje bordado que la envolvía como una red de
plata.
II.
Llevaba un traje de terciopelado nacarado de cuyas amplias mangas de
armiño salían unas manos patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos,
largos y torneados eran de un transparente tan ideal que dejaban pasar
la luz como los de la aurora.
Tengo estos detalles tan
presentes como si fueran de ayer, y aunque estaba profundamente turbado
nada escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en
la barbilla, el imperceptible bello de la comisura de los labios, el
terciopelo de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas sobre las
mejillas, captaba el más ligero matiz con una sorprendente nitidez.
Mientras la miraba, sentía abrirse en mí puertas hasta ahora cerradas;
tragaluces antes obstruidos dejaban entrever perspectivas desconocidas;
la vida me parecía diferente, acababa de nacer a un nuevo orden de
ideas. Una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada minuto
transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la ceremonia
avanzaba, y yo me encontraba lejos del mundo, cuya entrada cerraban con
furia mis nuevos deseos. Dije si, cuando quería decir no, cuando tod mi
ser se revolvía y protestaba contra la violencia que mi lengua hacía a
mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mi pesar las palabras de la
garganta. Quizá por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el
firme motivo de rechazar clamorosamente al esposo que les imponen y
ninguna lleva a cabo su plan. Por esta razón, sin duda, tantas novicias
toman el velo aunque decididas a destrozarlo en el momento de pronunciar
sus votos. Uno no se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a
tantas personas; todas las voluntades, todas las miradas pesan sobre
uno como una losa de plomo; además, todo está tan cuidadosamente
preparado, las medidas tomadas con antelación de una forma tan
visiblemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los
hechos y sucumbe por completo.
La mirada de la hermosa
desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna
y acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y disgustado,
como de no haber sido comprendida.
Hice un esfuerzo capaz de
arrancar montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin
conseguir nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible
traducir mi voluntad en el más mínimo gesto negativo. Aunque despierto,
mi estado era semejante al de una pesadilla, donde se quiere gritar una
palabra de la que nuestra vida depende sin obtener resultado alguno.
Ella pareció darse cuenta de mi martirio y, como para animarme, me
lanzó una mirada llena de diversas promesas. Sus ojos eran un poema en
el que cada mirada era una canto.
Me decía: "Si quieres ser mio
te haré mas dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te
envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la
belleza, la juventud, la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría
ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra vida discurrirá como un sueño
y será un beso eterno.
Derrama el vino de ese cáliz y serás
libre, te llevaré a islas desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en
un lecho de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero
arrebatarte a tu Dios ante quien tantos corazones nobles derraman un
amor que nunca llega hasta él".
Me parecía oír estas palabras
con un ritmo y una dulzura infinita, su mirada tenía música, y las
frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como
si una boca invisible las hubiera susurrado en mi alma. Me encontraba
dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón realizaba
maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me
lanzó una segunda mirada suplicante, tan desesperada que me atravesaron
el corazón cuchillas afiladas, y sentí en el pecho más puñales que la
Dolorosa.
Todo terminó. Ya era sacerdote.
Jamás
fisonomía humana manifestó una angustia tan desgarradora; la joven que
ve morir a su novio súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna
vacía de su hijo. Eva sentada en el umbral del paraíso, el avaro que
encuentra una piedra en lugar de su tesoro, y el poeta que deja caer al
fuego el único manuscrito de su más bella obra, no muestran un aire tan
aterrador e inconsolable. LA sangre abandonó su rostro encantador, que
se volvió blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a lo largo
de su cuerpo como si sus músculos se hubieran relajado y se apoyó en una
columna, pues desfallecían sus piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la
puerta de la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más
sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis
hombros y me parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el
peso de la cúpula.
Al franquear el umbral una mano se apoderó
bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había tocado otra. Era
fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella ardiente como la
marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.
-¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho - me susurro
Luego desapareció entre la multitud.
El anciano obispo pasó a mi lado; me miró severamente. Mi
comportamiento era de lo más extraño, palidecía, enrojecía, me
encontraba turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de mí y me llevó con
él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario. A
la vuelta de una esquina, mietras el joven sacerdote miraba hacia otro
lado, un paje vestido de manera extraña se me acercó y, sin detenerse,
me entregó un portafolios rematado en oro, indicándome que lo ocultara;
lo deslicé en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo en mi
celda. Hice saltar el broche; sólo había dos hojas con estas palabras:
"Clarimonda, en el palacio Concini". Como yo no estaba entonces al
corriente de la vida, no conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad,
e ignoraba por completo dónde se encontraba el palacio Concini. Hice
mil conjeturas tan extravagantes unas como otras, pero con tal de volver
a verla, me importaba bastante poco que pudiera ser gran dama o
cortesana.
III.
Este amor, nacido bien hacía poco, se había enraizado de forma
indestructible. De tan imposible como me parecía, ni siquiera pensaba en
intentar arrancarlo. Esta mujer se había apoderado de mmi por completo,
tan sólo una mirada suya había bastado para transformarme; me había
insinuado su voluntad; y ya no vivía en mí, sino en ella y para ella.
Hacía mil extravagancias, besaba mi mano donde ella me había cogido y
repetía su nombre durante horas. Sólo con cerrar los ojos la veía con
la misma claridad que si estuviera ante mí y me repetía las mismas
palabras que ella me dijo en el pórtico de la iglesia: "¡Infeliz,
infeliz, ¿qué has hecho?". Comprendía todo el horror de mi situación y
el carácter fúnebre y terrible de estado que acababa de profesar se
revelaba ante mí. ¡Ser sacerdote!, es decir, castidad, no amar, no
distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza, arrancarse los
ojos, arrastrarse en la sombra helada de un claustro o de una iglesia,
ver sólo moribundos, velar cadáveres desconocidos y llevar sobre sí el
duelo de la negra sotana con el fin de convertir la túnica en un manto
para el propio féretro.
Y sentía mi vida como un lago interior
que crece y se desborda; la sangre me latía con fuerza en las arterias;
mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como el áloe
que tarda cien años en florecer y se abre con la fuerza de un trueno.
.
¿Cómo hacer para ver de nuevo a Clarimonda? No tenía pretextos para
salir del seminario, no conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera
permanecería allí por más tiempo, pues sólo esperaba a que me designasen
la parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes de la
ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera era impensable.
Además, sólo podía bajar de noche y ¿cómo conducirme en el inextricable
laberintos de calles? Estas dificultades -que no serían nada para otros-
eran inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado, sin
experiencia, sin dinero y sin ropa.
"¡Ah!", me decía a mí mismo
en mi ceguera, "si no hubiera sido sacerdote habría podido verla todos
los días, habría sido su amante, su esposo; en vez de estar cubierto con
mi triste sudario, tendría ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro,
una espada y unas plumas como los jóvenes y hermosos caballeros. Mis
cabellos, deshonrados por la tonsura, jugarían alrededor de mi cuello,
formando ondeantes rizos. Tendría un lustroso bigote, y sería un
valiente. Pero, una hora ante el altar, unas pocas palabras apenas
articuladas me separaban para siempre de entre los vivos, ¡y yo mismo
había sellado la losa de mi tumba, había corrido el cerrojo de mi
prisión!".
Me asomé a la ventana. El cielo estaba
maravillosamente azul, los árboles se habían vestido de primavera; la
naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La plaza estaba llena de
gente; unos iban, otros venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en
parejas hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban
cantando canciones de borrachos. Había un movimiento, una vida, una
animación que aumentaba penosamente mi duelo y mi soledad. Una madre
joven jugaba con su hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita
rosa perlada de gotas de loche, y le hacía arrumacos con mil divinas
puerilidades que sólo las madres saben hacer. El padre, de pie a una
cierta distancia, sonreía dulcemente ante esta encantadora escena, y sus
brazos cruzados estrechaban su alegría contra su corazón. No pude
soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché en la cama con un
odio y una envidia espantosa en el corazón, mordiendo mis dedos y la
manta como un tigre con hambre de tres días.
No sé cuantos días
permanecí de este modo; pero al volverme en un furioso espasmo vi al
padre Serapion, de pie en la habitación, observándome atentamente. Me
avergoncé de mí mismo y, hundiendo la cabeza en mi pecho, me cubrí el
rostro con las manos.
-Romualdo, amigo mio - me dijo Serapion
después de algunos minutos de silencio-, os sucede algo extraño;
¡vuestra conducta es verdaderamente inexplicable! Vos, tan sosegado y
tan dulce os revolvéis ahora como un animal furioso. Tened cuidado
hermano, y no escuchéis las sugerencias del diablo; el espíritu maligno,
irritado por vuestra eterna consagración al Señor, os acecha como un
lobo rapaz, e intenta un último esfuerzo por atraeros a él. En vez de
dejaros abatir, mi querido Romualdo, haceos una coraza de oración, un
escudo de mortificación y combatid valientemente al enemigo: le
venceréis. La virtud necesita de la tentación, y el oro sale más fino
del crisol. No os asustéis ni os desaniméis. Las almas mejor guardadas y
las más firmes han tenido estos momentos. Orad, ayunad, meditad y se
alejará el malvado espíritu.
El discurso del padre Serapion me hizo volver en mí y me tranquilicé.
-Venía a anunciaros que os ha sido asignada la parroquia de C***: el
sacerdote que la ocupaba acaba de morir, y el obispo me ha encargado que
os instale allí. Estad preparado para mañana.
Respondí
afirmativamente con la cabeza y el padre se retiró. Abrí el misal y
comencé a leer oraciones; pero pronto las líneas se tornaron confusas
bajo mis ojos. Las ideas se enmarañaban en mi cerebro, y el libro se
deslizó de entre mis manos sin darme cuenta.
¡Partir mañana sin
haberla visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los que ya había
entre nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a
menos que sucediera un milagro! ¿escribirle?, ¿y a través de quién haría
llegar mi carta? Con el carácter sagrado de mi estado, ¿a quién podría
abrir mi corazón? ¿en quién confiar? Fui presa de una terrible ansiedad.
Además, me venía a la memoria lo que el padre Serapion me acababa de
decir de los artificios del diablo: lo extraño de la aventura, la
belleza sobrenatural de Clarimonda, el destello fosforescente de sus
ojos, la ardiente huella de su mano, la turbación en que me había
hundido, el cambio repentino que se había obrado en mí, mi piedad
desvanecida en un instante; todo ello demostraba claramente la presencia
del diablo, y la mano satinada no era sino el guante con que cubría sus
garras. Estos pensamientos me sumieron en un gran temor; recogí el
misal que había caído de mis rodillas al suelo y volví a mis oraciones.
IIII.
A la mañana siguiente, Serapion vino a recogerme. Dos mulas cargadas
con nuestro equipaje esperaban a la puerta. El montó en una, y yo, mejor
o peor, en la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad miraba
todas las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda, pero era
demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada
intentaba atravesar los estores y los palacios ante los que pasábamos.
Serapion, sin duda, atribuía esta curiosidad a la admiración que me
causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el paso de su
montura para darme tiempo de ver. Por fin llegamos a la puerta de la
ciudad y empezamos a subir la colina. Cuando llegué a la cima me volví
para mirar una vez más el lugar donde vivía Clarimonda. La sombra de una
nube cubría por completo la ciudad; los tejados azules y rojos se
confundían en un semitono general donde flotaban, aquí y allá, los humos
de la mañana, como blancos copos de espuma. Gracias a un singular
efecto óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo único de luz, un
edificio que sobrepasaba en altura a las construcciones vecinas,
hundidas por completo en el vaho; aunque estaba a más de un legua,
parecía muy cercano. Podían distinguirse los más mínimos detalles, las
torres, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas con colas de
milano.
-¿Qué palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol? - le pregunté a Serapion.
Puso la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio me contestó:
-Es el antiguo palacio que el príncipe de Concini regaló a la cortesana Clarimonda; allí suceden cosas horribles.
En ese isntante -aún no sé si fue realidad o ilusión-, creí ver como en
la terraza se deslizaba una silueta blanca y esbelta que brilló por un
segundo y se apagó. ¡Era Clarimonda!
¡Oh! ¿Sabía ella entonces
que en ese momento desde lo alto de este amargo camino que me separaba
de ella y que no descendería nunca más, ardiente e inquieto, no apartaba
mis ojos del palacio que habitaba y al que un insignificante juego de
luz parecía acercarme como para invitarme a emtrar y ser su dueño? Sin
duda lo sabía, pues su alma estaba tan ligada a la mía que podía sentir
el menor estremecimiento, y esta sensación la había impulsado a subir a
la terraza, envuelta en sus velos, en el helado rocío de la mañana.
La sombra se apoderó del palacio, y todo fue un océano inmóvil de
tejados y cumbres donde sólo se distinguía una ondulación montuosa.
Serapion arreó a su mula, cuyo paso siguió la mía enseguida, y un recodo
del camino me arrebató para siempre la ciudad de S***, pues no volvería
nunca.
Al cabo de tres días de camino a través de campos
tristes vislumbramos a través de los árboles el gallo del campanario de
la iglesia donde debía servir. Después de recorrer calles tortuosas
flanqueadas por chozas y cercados llegamos ante la fachada, que no se
caracterizaba por su grandeza. Un porche adornado con algunas nervaduras
y dos o tres pilares del mismo gres toscamente tallados, tejas y
contrafuertes del mismo gres que los pilares, eso era todo. A la
izquierda, el cementerio con la hierba crecida y una gran cruz de hierro
en medio; a la derecha y a la sombra de la iglesia, la casa parroquial.
Era una casa de una sencillez extrema y de una desolada pulcritud.
Entramos. Algunas gallinas picoteaban unos pocos granos de avena;
acostumbradas como estaban ala negra sotana de los curas, no se
espantaron con nuestra presencia y apenas se apartaron para dejarnos
pasar. Se oyó un ladrido ronco y áspero, y vimos aparecer un perro
viejo. Era el perro de mi antecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo
gris y todos los síntomas de la mayor vejez que un perro puede alcanzar.
Lo acaricié suavemente y se puso a caminar junto a mi lleno de una
indecible satisfacción. Vino también a nuestro encuentro una mujer muy
vieja que había sido el ama de llaves del anciano cura, quien después de
condicirme a una habitación de la planta baja me preguntó si había
pensado despedirla. Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con
el perro, asimismo con las gallinas y con todos los muebles que su amo
le había dejado al morir, cosa que la llenó de alegría, una vez que el
padre Serapion le pagó en el momento el dinero que quería a cambio.
Cuando estuve instalado, el padre Serapion volvió al seminario. De
forma que me quede solo y sin otro apoyo que yo mismo. La idea de
Clarimonda comenzó de nuevo a obsesionarme, y aunque me esforzaba en
apartarla de mí, no siempre lo conseguía. Una tarde, paseando por el
jardín entre los caminos bordeados de boj, me pareció ver a través de
los arbustos una silueta de mujer que seguía todos mis movimientos, y vi
brillar entre las hojas dos pupilas verde mar; pero era sólo una
ilusión, pues al pasar al otro lado encontré sólo la huella de un pie
tan pequeño que parecía de un niño. El jardín estaba rodeado por
murallas muy altas, inspeccioné todos los recodos y rincones y no había
nadie. Jamás pude explicarme este hecho, que no fue nada comparado con
las cosas extrañas que me habían de suceder. Durante un año viví
cumpliendo con exactitud los deberes correspondientes a mi estado,
orando, ayunando y socorriendo enfermos, dando limosna hasta privarme de
o indispensable. Pero sentía en mi interior una profunda aridez y la
fuente de la gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la felicidad
que da el cumplimiento de una misión santa. Mi pensamiento estaba en
otra parte, y las palabras de Clarimonda me volvían a los labios como un
estribillo que se repite involuntariamente. ¡Oh hermano, meditad bien
esto! Por haber mirado solamente una vez a una mujer, por una falta
aparentemente tan leve, he sufrido durante años las más miserables
turbaciones. Mi vida está trastornada para siempre jamás.
No
voy a entreteneros más tiempo con derrotas y victorias seguidas siempre
de las más profundas caídas y pasaré a relatar enseguida un hecho
decisivo. Una noche llamaron violentamente a la puerta. La anciana ama
de llaves fue a abrir, y un hombre de rostro cobrizo y ricamente
vestido, aunque a la moda extranjera, y con un gran puñal, apareció en
el umbral a la luz del farol de Bárbara. La primera impresión de ésta
fue de miedo, pero el hombre la tranquilizó diciéndole que necesitaba
verme en seguida para algo relacionado con mi ministerio. Bárbara le
hizo subir. Yo ya iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora, una
gran dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote. Le respondí
que estaba dispuesto a acompañarle; cogí lo necesario para la extrema
unción y bajé a toda prisa. En la puerta resoplaban de impaciencia dos
caballos negros como la noche, y de su pecho emanaban oleadas de humo.
Me sujetó el estribo y me ayudó a montar en uno de ellos, después montó
él en el otro, apoyando solamente una mano en la silla. Apretó las
rodillas y soltó las riendas de su caballo, que salió como una flecha.
El mío, cuya brida también sujetaba él se puso al galope y se mantuvo a
la par que el suyo. Bajo nuestro insaciable galope, la tierra
desaparecía gris y rayada, y las negras siluetas de los árboles huían
como un ejército derrotado.
V.
Atravesamos un sombrío bosque tan oscuro y glacial que un escalofrío de
supersticioso terror me recorrió el cuerpo. La estela de chispas que
las herraduras de nuestros caballos producían en las piedras dejaba a
nuestro paso un reguero de fuego, y si alguien nos hubiera visto a esa
hora de la noche, nos habría tomado a mi guía y a mí por dos espectros
cabalgando en una pesadilla. De cuando en cuando, fuegos fatuos se
cruzaban en el camino y las cornejas piaban lastimeras en la espesura
del bosque, donde a lo lejos brillaban los ojos fosforescentes de algún
gato salvaje. La crin de los caballos se enmarañaba cada vez más, el
sudor corría por sus flancos y resoplaban jadeantes. Cuando el escudero
los veía desfallecer emitía un grito gutural sobrehumano y la carrera se
reanudaba con furia. Finalmente se detuvo el torbellino. Una sombra
negra salpicada de luces se alzó súbitamente ante nosotros; las pisadas
de nuestras cabalgaduras se hicieron más ruidosas en el suelo de hierro,
y entramos bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres
enormes. En el castillo reinaba una gran agitación; los criados
provistos de antorchas, atravesaban los patios, y las luces subían y
bajaban de un piso a otro. Pude ver confusamente formas arquitectónicas
inmensas, columnas, arcos, escalinatas y balaustradas, todo un lujo de
construcción regia y fantástica. Un paje negro en quien reconocí en
seguida al que me había dado el mensaje de Clarimonda, vino a ayudarme a
bajar del caballo, y un mayordomo vestido de terciopelo negro con una
cadena de oro en el cuello y un bastón de marfil avanzó hacia mí. Dos
lágrimas cayeron de sus ojos y rodaron por sus mejillas hasta su barba
blanca.
-¡Demasiado tarde, padre! -dijo bajando la cabeza-, ¡demasiado tarde!,
pero ya que no pudisteis salvar su alma, venid a velar su pobre cuerpo.
Me tomó del brazo y me condujo a la sala fúnebre; mi llanto era tan
copioso como el suyo, pues acababa de comprender que la muerta no era
otra sino Clarimonda, tanto y tan locamente amada. Había un reclinatorio
junto al lecho; una llama azul, que revoloteaba en una pátera de
bronce, iluminaba toda la habitación con una luz débil e incierta, y
hacía pestañear en la sombra la arista de algún mueble o de una cornisa.
Sobre la mesa, en un urna labrada, yacía una rosa blanca marchita,
cuyos pétalos, salvo uno que se mantenía aún, habían caído juntos al
vaso, como lágrimas perfumadas; un roto antifaz negro, un abanico,
disfraces de todo tipo se encontraban esparcidos por los sillones, y
hacían pensar que la muerte se había presentado de improviso y sin
anunciarse en esta suntuosa mansión. Me arrodillé, sin atreverme a
dirigir la mirada al lecho, y empecé a recitar salmos con gran fervor,
dando gracias a Dios por haber interpuesto la tumba entre el pensamiento
de esa mujer y yo, para así poder incluir en mis oraciones su nombre
santificado desde ahora. Pero poco a poco, se fue debilitando este
impulso, y caí en un estado de ensoñación. Esta estancia no tenía el
aspecto de una cámara mortuoria. Contrariamente al aire fétido y
cadavérico que estaba acostumbrado a respirar en los velatorios, un vaho
lánguido de esencias orientales, no sé qué aroma de mujer, flotaba
suavemente en la tibia atmósfera. Aquel pálido resplandor se asemejaba
más a una media luz buscada para la voluptuosidad que la reflejo
amarillo de la llama que tiembla junto a los cadáveres. Recordaba el
extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en el instante en que la
perdía para siempre y un suspiro nostálgico escapó de mi pecho. Me
pareció oír suspirar a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco.
Gracias a este movimiento mis ojos cayeron sobre el lecho de muerte que
hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco rojo estampadas,
recogidas con entorchados de oro, dejaban ver la muerta acostada con las
manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de un
blanco resplandeciente que resaltaba aún más gracias al púrpura del
cortinaje, de una finura tal que no ocultaba lo más mínimo la
encantadora forma de su cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas ondulantes
como el cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había podido
entumecer. Se hubiera creído una estatua de alabastro realizada por un
hábil escultor para la tumba de una reina, o una doncella dormida sobre
la que hubiera nevado.
No podía contenerme; el aire de esta alcoba me embriagaba, el olor
febril de rosa medio marchita me subía al cerebro, me puse a recorrer la
habitación deteniéndome ante cada columna del lecho para observar el
grácil cuerpo difunto bajo la transparencia del sudario. Extraños
pensamientos me atravesaban el alma. Me imaginaba que no estaba
realmente muerta y que no era más que una ficción ideada para atraerme a
su castillo y así confesarme su amor. Por un momento creía ver que
movía su pie en la blancura de los velos y se alteraban los pliegues de
su sudario. Luego me decía a mi mismo: "¿Acaso es Clarimonda? ¿Qué
pruebas tengo? El paje negro puede haber pasado al servicio de otra
mujer. Debo de estar loco para desconsolarme y turbarme de este modo".
Pero mi corazón contestaba: "Es ella, claro que es ella". Me acerqué al
lecho y miré más atentamente al objeto de mi incertidumbre. Debo
confesaros que tal perfección de formas, aunque purificadas y
santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban voluptuosamente, y
su reposado aspecto se parecía tanto a un sueño que uno podía haberse
engañado. Olvidé que había venido para realizar un oficio fúnebre y me
imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba de la novia que
oculta su rostro por pudor y no quiere dejarse ver. Afligido de dolor,
loco de alegría, estremecido por temor y placer me incliné sobre ella y
cogí el borde del velo; lo levanté lentamente, conteniendo la
respiración para no despertarla. Mis venas palpitaban con tal fuerza que
las sentía silbar en mis sienes, y mi frente estaba sudorosa como si
hubiese levantado una lápida de mármol. Era en efecto la misma
Clarimonda que había visto en la iglesia el día de mi ordenación; tenía
el mismo encanto, y la muerte parecía en ella una coquetería más. La
palidez de sus mejillas, el rosa tenue de sus labios, sus largas
pestañas dibujando una sombra en esta blancura le otorgaban una
expresión de castidad melancólica y de sufrimiento pensativo de una
inefable seducción. Sus largos cabellos sueltos, entre los que aún había
enredados florecillas azules, almohadillaban su cabeza y ocultaban con
sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras y
diáfanas que las hostias, estaban cruzadas en actitud de piadoso reposo y
de tácita oración, y esto compensaba la seducción que hubiera podido
provocar, incluso en la muerte, la exquisita redondez y el suave marfil
de sus brazos desnudos que aún conservaban los brazaletes de perlas.
Permanecí largo tiempo absorto en una muda contemplación, y cuando más
la miraba menos podía creer que la vida hubiera abandonado para siempre
aquel hermoso cuerpo. No sé si fue una ilusión o el reflejo de la
lámpara, pero hubiera creído que la sangre corría de nuevo bajo esta
palidez mate; sin embargo, ella permanecía inmóvil. Toqué ligeramente su
brazo; estaba frío, pero no más frío que su mano el día en que rozó la
mía en el pórtico de la iglesia. Incliné de nuevo mi rostro sobre el
suyo derramando en sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Oh, que
amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía de
vigilia! Hubiera querido poder juntar mi vida para dársela y soplar
sobre su helado despojo la llama ue me devoraba. La noche avanzaba, y al
sentir acercarse el momento de la separación eterna no pude negarme la
triste y sublime dulzura de besar los labios muertos de quien había sido
dueña de todo mi amor. ¡Oh prodigio!, una suave respiración se unió a
la mía, y la boca de Clarimonda respondió a la presión de mi boca: sus
ojos se abrieron y recuperaron un poco de su brillo, suspiró y,
descruzando los brazos, rodeó mi cuello en un arrebato indescriptible.
-¡Ah, eres tú Romualdo! -dijo con una voz lánguida y suave como las
últimas vibraciones de un arpa-; ¿qué haces? Te esperé tanto tiempo que
he muerto; pero ahora estamos prometidos, podré verte e ir a tu casa.
¡Adiós Romualdo, adiós! Te amo, es todo cuanto quería decirte, te debo
la vida que me has devuelto en un minuto con tu beso. Hasta pronto.
Su cabeza cayó hacia atrás, pero sus brazos aún me rodeaban, como
reteniéndome. Un golpe furioso de viento derribó la ventana y entró en
la habitación; el último pétalo de la rosa blanca palpitó como un ala
durante unos instantes en el extremo del tallo para arrancarse luego a
volar a través de la ventana abierta, llevándose el alma de Clarimonda.
La lámpara se apagó y caí desvanecido en el seno de la hermosa muerta.
VI.
Cuando desperté estaba acostado en mi cama, en la habitación de mi casa
parroquial, y el viejo perro del anciano cura lamía mi mano, que
colgaba fuera de la manta. Bárbara se movía por la habitación con un
temblor senil, abriendo y cerrando cajones, removiendo los brebajes de
los vasos. Al verme abrir los ojos, la anciana gritó de alegría, el pero
ladró y movió el rabo, pero me encontraba tan débil que no pude ni
articular palabra ni hacer el más mínimo movimiento. Supe después que
estuve así tres días, sin dar otro signo de vida que una respiración
casi imperceptible. Estos días no cuentan en mi vida, no sé dónde estuvo
mi espíritu durante este tiempo, no guardé recuerdo alguno. Bárbara me
contó que el mismo hombre de rostro cobrizo que había venido a buscarme
por la noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera
cerrada, y se había vuelto a marchar inmediatamente. En cuanto recuperé
la memoria examiné los detalles de aquella noche fatídica. Pensé que
había sido el juego de una mágica ilusión; pero hechos reales y
palpables tiraban por tierra esta suposición. No podía pensar que era un
sueño, pues Bárbara había visto como yo al hombre de los cabellos
negros y describía con exactitud su vestimenta y compostura. Sin
embargo, nadie conocía en los alrededores un castillo que se ajustara a
la descripción de aquel en donde había encontrado a Clarimonda.
Una mañana apareció el padre Serapion. Bárbara le había hecho saber que
estaba enfermo y acudió rápidamente. Si bien tanta diligencia
demostraba afecto e interés por mi persona, no me complació como debía.
El padre Serapion tenía en la mirada un aire penetrante e inquisidor que
me incomodaba. Me sentía confuso y culpable ante él, pues había
descubierto mi profunda turbación, y temía su clarividencia.
Mientras me preguntaba por mi salud con un tono melosamente hipócrita,
clavaba en mí sus pupilas amarillas de león, y hundía su mirada como una
sonda en mi alma. Después se interesó por la forma en que llevaba la
parroquia, si estaba a gusto, a qué dedicaba el tiempo que el ministerio
me dejaba libre, si había trabado amistad con las gentes del lugar;
cuales eran mis lecturas favoritas y mil detalles parecidos. Yo le
contestaba con la mayor brevedad , e incluso él mismo pasaba a otro tema
sin esperar a que hubiera terminado. Esta charla no tenía, por
supuesto, nada que ver con lo que él quería decirme. Así que, sin ningún
preámbulo y como si se tratara de una noticia recordada de pronto y que
temiera olvidar, me dijo con una voz clara y vibrante que sonó en mi
oído como las trompetas del juicio final:
-La cortesana Clarimonda ha muerto recientemente tras una orgía que
duró ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se
repitió la abominación de los banquetes de Baltasar y Cleopatra. ¡En qué
siglo vivimos, Dios mío! Los convidados fueron servidos por esclavos de
piel oscura que hablaban una lengua desconocida; en mi opinión
auténticos demonios; la librea del de menor rango hubiera vestido de
gala a un emperador. Sobre Clarimonda me han contado muchas historias
extraordinarias en estos tiempos, y todos sus amantes tuvieron un final
miserable o violento. Se ha dicho que era una mujer vampiro, pero yo
creo que se trata del mismísimo Belcebú.
Calló, y me moró más fijamente aún para observar el efecto que me
causaban sus palabras. No pude evitar estremecerme al oír nombrar a
Clarimonda, y la noticia de su muerte, además del dolor que me causaba
por su extraña coincidencia con la escena nocturna de que fui testigo,
me produjo una turbación y un escalofrío que se manifestó en mi rostro a
pesar de que hice lo posible por contenerme. Serapion me lanzó una
mirada inquieta y severa, luego añadió:
-Hijo mío, debo advertiros, habéis dado un paso hacia el abismo,
cuidaos de no caer en él. Satanás tiene las garras largas, y las tumbas
no siempre son de fiar. La losa de Clarimonda debió ser sellada tres
veces, pues, por lo que se dice, no es la primera (vez) que ha muerto.
Que Dios os guarde, Romualdo.
Serapion dijo estas palabras y se dirigió lentamente hacia la puerta.
No volví a verle, pues partió para S*** inmediatamente después.
Me había recuperado por completo y volvía a mis tareas cotidianas. El
recuerdo de Clarimonda y las palabras del anciano padre estaban
presentes en mi memoria: sin embargo, ningún extraño suceso había
ratificado hasta ahora las fúnebres predicciones de Serapion, y empecé a
creer que mis temores y mi terror eran exagerados. Pero una noche tuve
un sueño. Apenas me había quedado dormido cuando oí descorrer las
cortinas de mi lecho y el ruido de las anillas en la barra sonó
estrepitosamente; me incorporé de golpe sobre los codos y vi ante mí una
sombra de mujer. En seguida reconocí a Clarimonda. Sostenía una
lamparita como las que se depositan en las tumbas, cuyo resplandor daba a
sus dedos afilados una transparencia rosa que se difuminaba
insensiblemente hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo. Su
única ropa era el sudario de lino que la cubría en su lecho de muerte, y
sujetaba sus pliegues en el pecho, como avergonzándose de estar casi
desnuda, pero su manita no bastaba, y como era tan blanca, el color del
tejido se confundía con el de su carne a la pálida luz de la lámpara.
Envuelta en una tela tan fina que traicionaba todas sus formas, parecía
una estatua de mármol de una bañista antigua y no una mujer viva. Muerta
o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza siempre era la
misma; tan sólo el verde brillo de sus pupilas estaba un poco apagado, y
su boca, antes bermeja, sólo era de un rosa pálido y tierno semejante
al de sus mejillas. Las florecillas azules que vi en sus cabellos se
habían secado por completo y habían perdido todos sus pétalos; pero
estaba encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de la aventura y
del modo inexplicable en que había entrado en mi habitación, no sentí
temor ni por un instante.
Dejó la lámpara sobre la mesilla y se sentó a los pies de mi cama;
después, inclinándose sobre mí, me dijo con esa voz argentina y
aterciopelada, que sólo le he oído a ella:
-Me he hecho esperar, querido Romualdo, y sin duda habrás pensado que
te había olvidado. Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha
vuelto aún: no hay ni luna ni sol en el país de donde procedo; sólo hay
espacio y sombra, no hay caminos ni senderos; no hay tierra para
caminar, ni aire para volar y, sin embargo, heme aquí, pues el amor es
más fuerte que la muerte y acabará por vencerla. ¡Ay!, he visto en mi
viaje rostros lúgubres y cosas terribles. Mi alma ha tenido que luchar
tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar su cuerpo y poseerlo
de nuevo... ¡Cuánta fuerza necesité para levantar la lápida que me
cubría! Mira las palmas de mis manos lastimadas. ¡Bésalas para curarlas,
amor mío!
Me acercó a la boca sus manos, las besé mil veces, y ella me miraba hacer con una sonrisa de inefable placer.
Confieso para mi vergüenza que había olvidado por completo las
advertencias del padre Serapion y el carácter sagrado que me revestía.
Había sucumbido sin oponer resistencia, y al primer asalto. Ni siquiera
intenté alejar de mí la tentación; la frescura de la piel de Clarimonda
penetraba en la mía y sentía estremecerse mi cuerpo de manera
voluptuosa. ¡Mi pobre niña! A pesar de todo lo que vi, aún me cuesta
creer que fuera un demonio: no lo parecía desde luego y jamás Satanás
ocultó mejor sus garras y sus cuernos. Había recogido sus piernas sobre
sus talones y, acurrucada en al cama, adoptó un aire de coquetería
indolente. Cada cierto tiempo acariciaba mis cabellos y con sus manos
formaba rizos como ensayando nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con la
más culpable complacencia y ella añadía a la escena un adorable
parloteo. Es curioso el hecho de que yo no me sorprendiera ante tal
aventura y; dada la facilidad que tienen nuestros ojos para considerar
con normalidad los más extraños acontecimientos, la situación me pareció
de lo más natural.
-Te amaba mucho antes de haberte visto, querido Romualdo, te buscaba
por todas partes. Tú eras mi sueño y me fijé en ti en la iglesia, en el
fatal momento; me dije: ¡es él!, y te lancé una mirada con todo el amor
que había tenido, tenía y tendría por ti. Fue una mirada capaz de
condenar a un cardenal, de poner de rodillas a mis pies a un rey y su
corte. Tú permaneciste impasible y preferiste a tu Dios. ¡Ah, cuán
celosa estoy de tu Dios al que has amado y amas aún más que a mí!
-¡Desdichada, desdichada de mí!, jamás tu corazón será para mí sola,
para mí, a quien resucitaste con tu beso, para mí, Clarimonda la muerta,
que forzó por tu causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte su
vida, recobrada para hacerte feliz.
Estas palabras iban acompañadas de caricias delirantes que aturdieron
mis sentidos y mi razón hasta el punto de no temer para comentarla una
espantosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.
Sus pupilas se reavivaron y brillaron como crisopaceos:
-¡Es cierto, es cierto!, ¡tanto como a Dios! -dijo rodeándome con sus
brazos-. Si es así, vendrás conmigo, me seguirás donde yo quiera. Te
quitarás ese horrible traje negro. Serás el más orgulloso y envidiable
de los caballeros, serás mi amante. Ser el amante confeso de Clarimonda,
que llegó a rechazar a un papa, es algo hermoso. ¡Ah, llevaremos una
vida feliz, una dorada existencia! ¿Cuándo partimos caballero?
-¡Mañana!, ¡mañana! -gritaba en mi delirio.
-Mañana ,sea -contestó.. Tendré tiempo de cambiar de ropa, porque esta
es demasiado ligera y no sirve para ir de viaje. Además tengo que avisar
a la gente que me cree realmente muerta y me llora. Dinero, trajes,
coches, todo estará dispuesto, vendré a buscarte a esta misma hora.
Adiós, corazón.
Rozó mi frente con sus labios. La lámpara se apagó, se corrieron las
cortinas y no vi nada más; un sueño de plomo se apoderó de mi hasta la
mañana siguiente. Desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de
tan extraña visión me tuvo todo el día en un estado de agitación;
terminé por convencerme de que había sido fruto de mi acalorada
imaginación. Pero, sin embargo, las sensaciones fueron tan vivas que
costaba creer que no hubieran sido reales, y me fui a dormir no sin
cierto temor por lo que iba a suceder; después de pedir a Dios que
alejara de mí los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi
sueño.
VII.
En seguida me dormí profundamente, y mi sueño continúo. Las cortinas se
corrieron y vi a Clarimonda, no como la primera vez, pálida en su
pálido sudario y con las violetas de la muerte en las mejillas, sino
alegre, decidida y dispuesta, con un magnífico traje de terciopelo verde
adornado con cordones de oro y recogido a un lado para dejar ver una
falda de satén. Sus rubios cabellos caían en tirabuzones de un amplio
sombrero de fieltro negro cargado de plumas blancas colocadas
caprichosamente, y llevaba en la mano una fusta rematada en oro. Me dio
un toque suavemente diciendo:
-Y bien, dormilón, ¿así es como haces tus preparativos? Pensaba
encontrarte de pie. Levántate, que no tenemos tiempo que perder -salté
de la cama-. Anda, vístete y vámonos -me dijo señalándome un paquete que
había traído-; los caballos se aburren y roen su freno en la puerta.
Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí.
Me vestí en seguida, ella me tendía la ropa riéndose a carcajadas con
mi torpeza y explicándome su uso cuando me equivocaba. Me arregló los
cabellos y cuando estaba listo me ofreció un espejo de bolsillo de
cristal de Venecia con filigranas de plata diciendo:
-¿Cómo te ves?, ¿me tomarás a tu servicio como mayordomo? Yo no era el
mismo y no me reconocí. Mi imagen era tan distinta como lo son un bloque
de piedra y una escultura terminada. Mi antigua figura no parecía ser
sino el torpe esbozo de lo que el espejo reflejaba. Era hermoso y me
estremecí de vanidad por esta metamorfosis. Las elegantes ropas y el
traje bordado me convertían en otra persona y me asombraba el poder de
unas varas de tela cortadas con buen gusto. El porte del traje penetraba
en mi piel, y al cabo de diez minutos había adquirido ya un cierto aire
de vanidad.
Di unas cuantas vueltas por la habitación para manejarme con soltura.
Clarimonda me miraba con maternal complacencia y parecía contenta con su
obra.
-Ya está bien de chiquilladas, en marcha, querido Romualdo. Vamos lejos, y así no llegaremos nunca.
Me tomó de la mano y salimos. Las puertas se abrían a su paso apenas las tocaba, y pasamos junto al perro sin despertarlo.
En la puerta estaba Margheritone, el escudero que ya conocía; sujetaba
la brida de tres caballos negros como los anteriores, uni para mí, otro
para él y otro para Clarimonda. Debían de ser caballos bereberes de
España,nacidos de yeguas fecundadas por Céfiro.
pues corrían tanto como el viento, y la luna, que había salido con
nosotros para iluminarnos, rodaba por el cielo como una rueda soltada de
su carro; la veíamos a nuestra derecha, saltando de árbol en árbol y
perdiendo el aliento por correr tras nosotros. Pronto aparecimos en una
llanura donde, junto a un bosquecillo, nos esperaba un coche con cuatro
vigorosos caballos; subimos y el cochero les hizo galopar de una forma
insensata. Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonda y estrechaba una de
sus manos; ella apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de
su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan feliz. Me había
olvidado de todo y no recordaba mejor el hecho de haber sido cura que
lo que sentí en el vientre de mi madre, tal era la fascinación que el
espíritu maligno ejercía en mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se
desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían el uno al otro. Tan
pronto me creía un sacerdote que cada noche soñaba que era una
caballero, como un caballero que soñaba ser un sacerdote. No podía
distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad
ni dónde terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se burlaba
del sacerdote, y el sacerdote detestaba la vida disoluta del joven
noble. La vida bicéfala que llevaba podría describirse como dos
espirales enmarañadas que no legan a tocarse nunca. A pesar de lo
extraño que parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura.
Tuve siempre muy clara la percepción de mis dos existencias. Sólo había
un hecho absurdo que no me podía explicar: era que el sentimiento de la
misma identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes. Era una
anomalía que ignoraba ya fuera mientras me creía cura del pueblo C***,
ya como il signor Romualdo, amante titular de Clarimonda.
El caso es que me encontraba -o creía encontrarme- en Venecia; aún no
he podido aclarar lo que había de ilusión y de real en tan extraña
aventura. Vivíamos en un gran palacio de mármol en el Canaleio, con
frescos y estatuas, y dos Ticianos de la mejor época en el dormitorio de
Clarimonda: era una palacio digno de un rey. Cada uno de nosotros tenía
su góndola y su barcarola con nuestro escudo, sala de música y nuestro
poeta. Clarimonda entendía la vida a o grande y había algo de Cleopatra
en su forma de ser. Por mi parte, llevaba un tren de vida digno del
hijo de un príncipe, y era tan conocido como si perteneciera a la
familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la
serenísima república. No hubiera cedido el paso ni al mismo dux, y creo
que desde Satán, caído del cielo, nadie fue más insolente y orgulloso
que yo. Iba al Ridotto
y jugaba de manera infernal. Me mezclaba con la más alta sociedad del
mundo, con hijos de familias arruinadas, con mujeres de teatro, con
estafadores, parásitos y espadachines. A pesar de mi vida disipada,
permanecía fiel a Clarimonda. La amaba locamente. Ella habría estimulado
a la misma saciedad, y habría hecho estable la inconstancia. Tener a
Clarimonda era tener cien amantes, era poseer a todas las mujeres por
tan mudable, cambiante y diferente de ella misma que era: un verdadero
camaleón. Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido
con otras, adoptando el carácter, el porte y la belleza de la mujer que
parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano jóvenes
patricios e incluso miembros del Consejo de los Diez le hicieron las
mejores proposiciones. Un Foscari llegó a proponerle matrimonio; rechazó
a todos. Tenía oro suficiente; sólo quería amor, un amor joven, puro,
despertado por ella y que sería el primero y el último. Hubiera sido
completamente feliz de no ser por la pesadilla que volvía cada noche y
en la que me creía cura de pueblo mortificándome y haciendo penitencia
por los excesos cometidos durante el día. La seguridad que me daba la
costumbre de estar a su lado apenas me hacía pensar en la extraña manera
en la que conocí a Clarimonda. Sin embargo, las palabras del padre
Serapion me venían alguna vez a la memoria y no dejaban de inquietarme.
VIII.
La salud de Clarimonada no era tan buena desde hacía algún tiempo. Su
tez se iba apagando día a diá. Los médicos que mandaron llamar no
entendieron nada y no supieron qué hacer. Prescribieron algún
medicamento sin importancia y no volvieron. Pero ella palidecía
visiblemente y cada vez estaba más fría. Parecía tan blanca y muerta
como aquella noche en el castillo desconocido. Me desesperaba ver cómo
se marchitaba lentamente. Ella, conmovida por mi dolor, me sonreía
dulcemente con la fatal sonrisa de los que saben que van a morir.
Una mañana, me encontraba desayunando en una mesita junto a su lecho,
para no separarme de ella ni un minuto, y partiendo una fruta me hice
casualmente un corte bastante profundo en un dedo. La sangre, color
púrpura, corrió en seguida, y unas gotas salpicaron a Clarimonda. Sus
ojos se iluminaron, su rostro adquirió una expresión de alegría feroz y
salvaje que no le conocía. Saltó de la cama con una agilidad animal de
mono o de gato y se abalanzó sobre mi herida que empezó a chupar con una
voluptuosidad indescriptible. Tragaba la sangre a pequeños sorbitos,
lentamente, con afectación, como un gourmet que saborea un vino de Jerez
o de Siracusa. Entornaba los ojos, y sus verdes pupilas no eran
redondas, sino que se habían alargado. Por momentos se detenía para
besar mi mano y luego volvía a apretar sus labios contra los labios de
la herida para sacar todavía más gotas rojas. Cuando vio que no salía
más sangre, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, rosa como
una aurora de mayo, satisfecha, su mano estaba tibia y húmeda, estaba
más hermosa que nunca y completamente restablecida.
-¡No moriré! ¡No moriré! -decía loca de alegría colgándose de mi
cuello-; podré amarte aún más tiempo. Mi visa está en la tuya y todo mi
ser proviene de ti. Sólo unas gotas de tu rica y noble sangre, más
preciada y eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto la
vida.
Este hecho me preocupó durante algún tiempo, haciéndome dudar acerca de
Clarimonda, y esa misma noche, cuando el sueño me transportó a mi
parroquia vi al padre Serapion más taciturno y preocupado que nunca:
-No contento con perder vuestra alma queréis perder también vuestro cuerpo, ¡Infeliz, en qué trampa habéis caido!
El tono de sus palabras me afectó profundamente,pero esta impresión se
disipó bien pronto, y otros cuidados acabaron por borrarlo de mi
memoria. Una noche vi en mi espejo, en cuya posición ella no había
reparado, cómo Clarimonda derramaba unos polvos en una copa de vino
sazonado que acostumbraba a preparar después de la cena. Tomé la copa y
fingí llevármela a los labios dejándola sobre un mueble como para
apurarla más tarde a placer y, aprovechando un instante en que estaba
vuelta de espaldas, vacié su contenido bajo la mesa, luego me retiré a
mi habitación y me acosté decidido a no dormirme y ver en qué acababa
todo esto. No esperé mucho tiempo, Clarimonda entró en camisón y una vez
que se hubo despojado de sus velos se recostó junto a mí. Cuando estuvo
segura de que dormía, tomó mi brazo desnudo y sacó de entre su pelo un
alfiler de oro, murmurando:
-Una gota, sólo una gotita roja, un rubí en la punta de mu aguja...
Puesto que aún me amas no moriré... ¡Oh, pobre amor!, beberé tu hermosa
sangre de un púrpura brillante. Duerme mi bien, mi dios, mi niño,no te
haré ningún daño, sólo tomaré de tu vida lo necesario para que no se
apague la mía. Si no te amara tanto me decidiría a buscar otros amantes
cuyas venas agotaría, pero desde que te conozco todo el mundo me produce
horror. ¡Ah, qué brazo tan hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás
podré pinchar esta venita azul.
Lloraba mientras decía esto y sentía llover sus lágrimas en mi brazo,
que tenía entre sus manos. Finalmente se decidió, me dio un pinchacito y
empezó a chupar las sangre que salía. Apenas hubo recibido unas gotas
tuvo miedo de debilitarme y aplicó una cinta alrededor de mi brazo
después de frotar la herida con un ungüento que la cicatrizó al
instante.
Ya no cabía duda. El padre Serapion tenía razón. Pero, a pesar de esta
certeza, no podía dejar de amar a Clarimonda y le hubiera dado toda la
sangre necesaria para mantener su existencia ficticia. Por otra parte,
no tenía qué temer, la mujer respondía del vampiro, y lo que había visto
y oído me tranquilizaba. Mis venas estaban colmadas, de forma que
tardarían en agotarse y no iba a ser egoísta con mi vida. Me habría
abierto el brazo yo mismo diciéndole:
-Bebe, y que mi amor se filtre en tu cuerpo con mi sangre.
Evitaba hacer la más mínima alusión al narcótico y a la escena de la
aguja, y vivíamos en una armonía perfecta. Pero mis escrúpulos de
sacerdote me atormentaban más que nunca y ya no sabía que penitencia
podía inventar para someter y mortificar mi carne. Aunque todas mis
visiones fueran involuntarias y sin mi participación, no me atrevía a
tocar a Cristo con unas manos tan impuras y un espíritu mancillado por
semejantes excesos reales o soñados. Para evitar caer en semejantes
alucinaciones, intentaba no dormir, manteniendo abiertos mis párpados
con los dedos, y permanecía de pie apoyado en los muros luchando con
todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arena del adormecimiento
pesaba en mis ojos, y al ver que mi lucha era inútil dejaba caer mis
brazos y, exhausto y sin aliento, dejaba que la corriente me arrastrara
hacia la pérfida orilla. Serapion me exhortaba de forma vehemente y me
reprochaba con dureza mi debilidad y mi falta de fervor. Un día en que
mi agitación era mayor que de ordinario me dijo:
-Sólo hay un remedio para que os desembaracéis de esta situación, y
aunque es una medida extrema la llevaremos a cabo: a grandes males,
grandes remedios. Conozco el lugar donde fue enterrada Clarimonda; vamos
a desenterrarla para que veáis en que lamentable estado se encuentra el
objeto de vuestro amor. No permitiréis que vuestra alma se pierda por
un cadáver inmundo devorado por gusanos y a punto de convertirse en
polvo; esto os hará entrar en razón.
Estaba tan cansado de llevar esta doble vida que acepté, deseaba saber
de una vez por todas quién era víctima de una ilusión, si el cura o el
gentilhombre, y quería acabar con uno o con otro o con los dos, pues mi
vida no podía continuar así. El padre Serapion se armó de un pico, una
palanca y un linterna y a medianoche fuimos al dementerio de *** que él
conocía perfectamente. Tras acercar la luz a las inscripciones de
algunas tumbas, llegamos por fin ante una piedra medio escondida entre
grandes hierbas y devorada por musgos y plantas parásitas, donde
desciframos el principio de las siguiente inscripción:
Aquí yace Clarimonda,
que fue mientras vivió
la más bella del mundo.
-Aquí es -dijo Serapion y, dejando en el suelo su linterna, colocó la
palanca en el intersticio de la piedra y comenzó a levantarla. La piedra
cedió y se puso a trabajar con el pico. Yo le veía hacer más oscuro y
silencioso que la noche misma; él, ocupado en tan fúnebre tarea, sudaba
copiosamente, jadeaba y su respiración entrecortada parecía el estertor
de un agonizante . Era un espectáculo extraño y, cualquiera que nos
hubiera visto desde fuera, nos habría tomado por profanadores y ladrones
de sudarios antes que por sacerdotes de Dios. El celo de Serapion tenía
algo de duro y salvaje que le asemejaba más a un demonio que a un
apóstol o a un ángel, y sus rasgos austeros recortados por el reflejo de
la linterna nada tenían de tranquilizador.
Sentía en mis miembros un sudor glacial, y mis cabellos se erizaban
dolorosamente en mi cabeza; en el fondo de mí mismo veía el acto de
Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera deseado que del flanco
de las sombrías nubes que transcurrían pesadamente sobre nosotros
hubiera salido un triángulo de fuego que le redujera a polvo. Los búhos
posados en los cipreses, inquietos por el reflejo de la linterna, venían
a golpear sus cristales con sus alas polvorientas, gimiendo
lastimosamente; los zorros chillaban a lo lejos y mil ruidos siniestros
brotaban del silencio. Finalmente, el pico de Serapion chocó con el
ataúd, y los tablones retumbaron con un ruido sordo y sonoro, con ese
terrible ruido que produce la nada cuando se toca; derribó la tapa y vi a
Clarimonda, pálida como el mármol, con las manos juntas; su blanco
sudario formaba un solo pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita roja
brillaba como una rosa en la comisura de su boca descolorida. Al verla,
Serapion se enfureció:
-¡Ah! ¡Estás aquí, demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de
oro! -y roció de agua bendita el cuerpo y el ataúd sobre el que dibujó
una cruz con su hisopo. Tan pronto como el santo rocío tocó a la pobre
Clarimonda, su hermoso cuerpo se convirtió en polvo y no fue más que una
espantosa mezcal deforme de ceniza y de huesos medio calcinados-. He
aquí a vuestra amante, señor Romualdo -dijo el despiadado sacerdote
mostrándome los tristes despojos-, ¿iréis a pasearos al Lido y a Fusine
con esta belleza?
Bajé la cabeza, sólo había ruinas en mi interior. Volví a mi parroquia,
y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se separó del pobre cura a
quien durante tanto tiempo había hecho tan extraña compañía. Sólo que la
noche siguiente volví a ver a Clarimonda, quien me dijo, como la primer
vez en el pórtico de la iglesia:
-¡Infeliz!, ¡infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has escuchado a ese
cura imbécil?, ¿acaso no eras feliz?, ¿y qué te había hecho yo para que
violaras mi tumba y pusieras al descubierto las miserias de mi nada? Se
ha roto para siempre toda posible comunicación entre nuestras almas y
nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás- se disipó en el aire como el
humo y nunca más volví a verla.
¡Ay de mí! Tenía razón; la he recordado más de una vez y aún la
recuerdo. La paz de mi alma fue pagada a buen precio; el amor de Dios no
era suficiente para reemplazar el suyo. Y, he aquí, hermano, la
historia de mi juventud. No miréis jamás a una mujer, y caminad siempre
con los ojos fijos en tierra, pues, aunque seáis casto y sosegado, un
solo minuto basta para haceros perder la eternidad.
The End.